Óscar Sánchez
Papantla, Ver.-Desde el corazón del Tajín, cuna de una de las culturas mesoamericanas más importantes, en una cocina se guisa con el corazón y el alma.
La cocina totonaca, afirma Martha Soledad Atzin, alimenta el cuerpo, pero también el alma de la familia y de las comunidades, donde compartir lo que se lleva a la boca es parte de la naturaleza.
“La cocina es una parte importante de nuestro entorno, de nuestra vida cotidiana, ser cocinera es un honor y no cualquiera tiene el sabor que da sazón”, afirma Martha.
Y quien lo dice no es cualquiera. Se trata de una las cocineras que encabeza a Las Mujeres de Humo, grupo de indígenas que se rebelaron desde los fogones.
“En una cocina totonaca se guisa con el corazón y el alma, porque los alimentos son para alimentar el cuerpo y el alma de tu familia y de la comunidad”, agrega.
La embajadora culinaria de México ante el mundo, reconocida oficialmente por la Secretaría de Relaciones Exteriores, afirma que los guisos de la región del totonacapan son tan importantes como el corazón, mente y la palabra.
“Es una de las cocinas que guarda mas espiritualidad y respeto, es una de las cocinas que no se venden, porque ahora se ha vuelto más un sustento de la familia y las mujeres venden su cocina”, dice.
Rodeada de metates, jícaras, comales y de fogones, la mujer que aprendió de su abuela en galeras, afirma que la cocina es para comer, alimentarse, sanarse y curarse.
“La cocina totonaca también te sana, hay alimentos que sanan tu cuerpo y espiritualmente, si estás enfermo al comer sopa te va sanando”, relata.
La variedad de alimentos va desde una sopa de Flor de Izote, Quelites en Chilpozontle, el clásico caldo ranchero; pasando por un Chileajo de Conejo, Mole con Arroz y Tamales de hoja de plátano; y por supuesto un Tepache de Maíz, tamales de huevo en hoja de plátano.
Martha prefiere no hablar de un platillo favorito de esa región del norte de Veracruz, pero con los ingredientes a la mano realizaría un pescado a la vainilla, siempre usando lo que hay en la sierra.
“Agarraría un pescado, yerbas de la sierra (flores y cualquier planta comestible), yuca y tomaría la vainilla y haríamos un pescado a las brasas a la vainilla”, cuenta.
La proteína que vislumbra es un robalo, robalete, mojarra o una tilapia, bien limpia y rayada de sus costados; a la par se pican yerbas del monte (flores, bejucos y lo que se encuentre), se le agrega tomate, chile, cilantro criollo y cebollina bien picada.
“A esos condimentos se le pone una rajita de vainilla, se abre abrir la panza del pescado y le vas a poner esas yerbas y luego hoja de plátano”, detalla como si estuviera en la mesa frente al pescado.
En el plato se coloca una camilla de esas yerbas, el pescado con gotitas de limón y sal y se abraza con otra camita que se amarra con bejucos del monte y directo a las brasas.
“Me sabe a Papantla, a mi tierra y a recuerdos de mi abuela”, relata.