Álvaro Ramírez Velasco
Puebla, Pue.-
La hermosa y añeja mestiza ha llegado a 489 años de edad.
Y sigue tan altiva y tan contemporánea, que su hoy no le disputa sitio a su aroma a época colonial, ni su sacro origen se pelea con su profano encanto.
Es la vieja urbe de las leyendas de fantasmas, de secretos tras los muros, de la doble moral de sus historias, de las monjas y los sacerdotes impuros y de la pureza de su espiritualidad.
La Puebla de a de veras poco tiene de los folletos turísticos. Hay que conocerla con pasos que anden entre sus cientos de iglesias y entre su propia mitología.
Su barroco desborda todos los sentidos.
Abusa del adorno, pero no empalaga. Puebla se respira en la belleza de su arquitectura, en el trazo perfecto de sus calles originales, en su memoria heroica, en sus sabores, en sus olores, lo mismo que en sus recatos y sus excesos.
Hay una esencia que perdura en la Puebla de los Ángeles, hoy llamada Heroica Puebla de Zaragoza, por las interpretaciones historiográficas de sus triunfos militares, principalmente la sobrevalorada victoria contra los franceses del 5 de mayo de 1862; un año después regresó el entonces ejército más poderoso del mundo y masacró por meses a los poblanos.
La Puebla real está en el sabor de las chalupas callejeras, en las cemitas del Mercado de El Carmen, en lo rebuscado de sus Chiles en Nogada, que no cualquier restaurante prepara con la receta verdadera.
Igual, en su mole con arroz, sus licores, sus cantinas, ya en vías de extinción; lo mismo en la trasnochada bohemia de sus trovadores, en sus bares de canciones y de copas; en su Barrio del Artista, en donde aún los pinceles besan los lienzos y los lápices y las crayolas construyen arte.
Nada como respirar la noche en su Centro Histórico, en maravillarse con su Catedral iluminada, que ha mirado tantas generaciones, que esconde secretos y que es el rostro majestuoso e inequívoco de la Puebla del pasado y del ahora.
Ésta es también la ciudad tan religiosa, de la fe profunda y del dominical ritual en misas, de su devoción al Señor de Las Maravillas, a su milagroso San Francisco, que cuida de los viajeros que van por carretera.
Su fundación, en 1531, aún se debate entre dos versiones: la del sueño del entonces obispo, en el que los mismísimos ángeles le dieron el trazo original, y la narrativa, más verosímil y apuntalada por muchos antropólogos, de que su fundación tuvo que ver con el pragmatismo de los franciscanos y la vocación geográfica de este valle, como sitio de paso, de unión, entre el Atlántico, en el Puerto de Veracruz, con la capital de la entonces Nueva España.
Desde aquellos ayeres, conserva los ecos del afrancesamiento burgués y su tufo gachupín, su origen español, que se reforzó con la llegada de muchos republicanos que huían del yugo franquista, en los años 30 y 40 del siglo pasado.
Y aún tiene un leve hedor a ese pasado aspiracional de su clase pudiente, esa europea nostalgia, que se siente en su evidente clasismo.
Pero puede más su nobleza popular, en sus unidades y colonias del hoy, en sus lunes de lucha libre en la Arena Puebla. Religiosa cita de arrabal, como la cumbia de sus sonideros en los bailes dominicales de la periferia.
Sabor a infancia y a mestizaje
Esta ciudad es ahora también de ambivalencia generacional. Se mira en sus abuelitos de paseo lento en su Zócalo, lo mismo que en el apresuramiento juvenil; los dos caminos en el mismo piso.
La fuerza de su ayer se encuentra apenas se llega al Centro Histórico, en su primer cuadro, con sus palacetes y sus palacios; en su Carolino, el primer centro universitario, que convive con su cultura urbana de payasitos callejeros, de cantantes de guitarra solitaria en las fondas y en los restaurantes.
Es la ciudad también de la tradición del café matutino y vespertino en sus portales.
De las cremitas en sus anacrónicas fuentes de soda de La California, que saben a infancia.
Esta es una ciudad que tiene su propio templo del mariachi, en el Barrio del Alto, para los devotos de la canción que se entona remojada en tequila.
Es la que levanta todavía el telón de su maravilloso Teatro Principal, el más antiguo en pie y en ejercicio de las tablas en toda Latinoamérica.
Puebla se anda también entre los ambulantes que hacinan sus céntricas avenidas; es la que todavía, con rubor, en las calles más escondidas, deja ver en sus esquinas a mujeres que venden caricias furtivas.
Es también de sus estudiantes que corren las calles para llegar a clases, en cualquiera de las decenas de universidades -se ha convertido en centro estudiantil del Sur-Sureste-, y que, en su prisa, tropiezan con los turistas de todo el mundo que callejonean para embelesarse con pies de nube en la Ciudad de los Ángeles.
También tiene un rostro frívolo de falsa modernidad con sus muchísimos centros comerciales, con su inundación de Oxxos; es la urbe que, en la conexión con su zona metropolitana se percibe ajena, tan parecida a las ciudades impersonales del norte del país, las de tantos coches de pasajeros mudos entre sí.
Pero sigue siendo ella.
La bella de 489 miradas generacionales.
Tan mestiza como ninguna, tan clasista y tan popular.