Color, sonido y magia en selva veracruzana

Óscar Sánchez

San Andrés Tuxtla, Ver.- Como una aguja, la angosta carretera ingresa a una carpa natural compuesta por frondosos árboles -como el palo de Perdiz, el pochote, el higuerón, la higuera Dorada, el mastate y la chaca-, creando una sombra protectora de los incesantes rayos del sol.

En los bordes de uno de los últimos reductos de selva virgen de Norteamérica, los cantos y llamados de las aves alcanzan a escucharse en lo más recóndito de la espesa vegetación que alberga a pericos, tucanes, trogones y más de 500 especies de aves.

El trino, gorjeo y reclamo de los pájaros, se mezclan de forma natural con el arrullador sonido del agua en los lagos, arroyos, cascadas, humedales, lagunas y ríos que dan vida a la Reserva de la Biosfera de Los Tuxtlas.

El reducto de selva alta y baja perennifolia, selva mediana (manchones), bosque mesófilo de montaña y de pino y pequeñas zonas de sabana forman una de las bellezas naturales más imponentes del mundo que se encuentran en el sur de Veracruz.

En más de 155 mil hectáreas de superficie, los vestigios de asentamientos humanos de la cultura olmeca y más tarde la teotihuacana afloran y surge mosaico sociocultural en el que conviven grupos étnicos con sus prácticas de producción, religiosas y tradiciones.

La zona de Los Tuxtlas con sus 565 especies de aves (40 por ciento migratorias de norteamérica); sus 139 especies de mamíferos; 166 especies de anfibios y reptiles; 109 de peces y  mil 117 especies de insectos, se convirtió en un atractivo turístico para los amantes de la naturaleza y el conservadurismo.

Los portales oficiales turísticos describen la región como un lugar de magia y encanto, de paisajes ensoñadores, pintoresca y acogedora, pero en realidad los sinónimos no alcanzan para describir postales naturales como El Salto de Eyipantla, una cascada de 40 metros de ancho y 50 de altura que es alimentada con las aguas del Río Grande de Catemaco.

La imponente caída de agua representa una de las vistas más hermosas y al bajar sus 244 escalones el rocío de las frescas aguas envuelven el rostro y cuerpo de los visitantes, quienes desde el Mirador de Eyipantla apreciarán la sierra de los Tuxtlas y el Salto de Eyipantla en un ángulo de visibilidad de 180 grados.

Junto con Eyipantla, toda una cadena de cascadas forman parte de los sonidos arrulladores de la región que abarca más de diez municipios. La cascada de Revolución de Abajo, formada por curiosas y cristalinas pozas; la cascada de Los Órganos, con su refugiante y cristalino chorro de agua que rasga el verde brillante de la vegetación; las cascadas de Pavorreal, con sus aves exóticas mojando su pelaje.

Una larga lista de pequeños paraísos que en conjunto erigen la selva: Los lagos de Catemaco, La Escondida, El Zacatal, La Encantada, lagunas de Sontecomapa y del Ostión, lago cráter de San Martín; y los ríos Grande de San Andrés, de La Palma, Salto de Eyipantla, arroyos Agrio y Coyame y manantiales de aguas carbonatadas.

Con el volcán de San Martín como guardián de los Tuxtlas, en las orillas de la selva, las aguas del Golfo de México esculpieron blancas playas que aún son consideradas vírgenes, como Balzapote, en un pequeño pueblo pesquero.

Por supuesto las playas de Montepío y Dos de Abril, con su quietud  que contrasta con sus innumerables servicios; y el mar por Costa de Oro, donde el buceo, rapel y kayac se practican de forma tan natural; así como los paseos en lancha y caminata por las playas arroyo de lisa y punta de Roca Partida.

Y si a ello se le agregan las creaciones humanas, como la música, poesía, pintura y bailes de la población originara que alegran el paso de sus caminantes, la  selva se convierte en un paraíso indescifrable.

 

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