*El Xapuway litutunaku o altar Totonaco es una herencia para las nuevas generaciones que sobreviven en una pequeña comunidad indígena del norte de Veracruz
Por Édgar Escamilla
Coatzintla, Ver.-Apenas surge el sol en el horizonte, el puxku Alejandrino García Méndez se alista para preparar los materiales requeridos en la elaboración del altar a la usanza totonaca.
En una pequeña comunidad indígena del norte de Veracruz, en el municipio de Coatzintla, la neblina comienza a disiparse lentamente sobre la milpa, el cacaraqueo de las gallinas hace armonía con el mugir de las vacas, mientras el humo comienza a salir de la cocina, donde se calienta el café que habrán de desayunar.
Alejandrino fue caporal de la danza de Los Voladores. A la fecha, las secuelas de un accidente lo mantienen atado a una silla de ruedas, pero no por ello sus sueños dejaron de surcar los cielos y se convirtió en un promotor de la cultura totonaca y referente obligado de las historias de los abuelos.
“Decía mi apá que en paz descanse, que esto se preparaba con mucho tiempo. Allá por los años 20 era una tradición muy arraigada, no se perdía nada. Se buscaba la leña y se almacenaba para que estuviera seca, se reparaba el horno, se castraba la colmena negra para hacer las velas y sacar la miel para el aguardiente, era una preparación muy bonita, desde hasta un mes de anticipación”, relata el puxku tutunakú.
Es padre de cinco: Georgina, Santiago, Eusebio, Susana y Alejandrino, quienes le han dado ya 12 nietos, a los cuales prepara para que algún día sean también danzantes del ritual de Los Voladores, patrimonio cultural inmaterial de la humanidad.
Susana ha salido rumbo al traspatio para encontrar un tallo lo suficientemente largo y recto para sacar los trozos con los que se elaborará la mesa en forma de tapanco. Machete en mano, golpea una y otra vez hasta derribar el bambú, que después arrastra hasta el patio de la casa.
Ahí se encuentra Alejandrino con su nieto, quien le ayuda a cortar las naranjas que se utilizarán en el altar. Deben tener una rama lo suficientemente larga para ser atados y que puedan penderse.
Comienza entonces el machacado del tarro. Con el machete afilado, realiza cortes ligeros a lo largo del tallo, lentamente hasta que prácticamente queda desecho, pero lo suficientemente unido entre las partes para ser extendidos y formar la base del tapanco. Unos palos de guásima (planta medicinal) servirán para soportar la estructura que será amarrada al techo.
Un día antes había iniciado con la elaboración de las estrellas, unas figuras como soles confeccionadas con palma.
“El altar totonaco no tiene que llevar nada de plástico ni vidrio, los tamales son en hoja de plátano, nunca de maíz, ofrendándose en palanganas de barro o madera. El aguardiente debe estar en el guaje, y todo lo que el ser querido comía se le debe ofrendar”, comenta a la par de que continúa machacando los tarros.
Recuerda que antes se realizaba con tal anticipación, que las familias compraban un cerdo y lo engordaban durante dos años para que estuviera listo para Todos Santos. Las mujeres se apoyaban entre sí para moler, se reunían y molían en una casa el cacao para sus familias.
“El día de muertos se cantaban alabanzas de casa en casa, a veces hasta dejaban la casa abierta y cuando te dabas cuenta ya estaban cantando. Si ya no querías levantarte, dejabas la comida ahí para que la tomaran, todo era muy bonito, no había tanta inseguridad como ahora”.
El horno de barro fue preparado para comenzar a cocer el pan que se habría de ofrendar. Entre charla y trabajo, las horas pasan, el sol se ha puesto y es momento de descansar, para el día siguiente continuar con el armado del altar.
Por la mañana, Susana se ha subido a una escalera para colocar un mecate entre las vigas de la casa, colocó los troncos de guásima y extendió los trozos machacados del tarro.
En los mecates comienza a amarrar las hojas de tepejilote (planta silvestre) que fue a cortar al monte, una sobre de otra hasta cubrir desde el techo hasta la base de la mesa que ha sido cubierta con hojas de plátano como si fueran un mantel. Después coloca las flores de cempasúchil, mano de león y las estrellas que tejió Alejandrino.
En el ambiente se puede percibir el aroma del chile y demás especias que están moliendo para preparar los tamales. Minutos antes, la esposa de Alejandrino había cortado y asado las hojas. Las varas servirían para dar soporte a los tamales en la vaporera.
Entrada la tarde, la lluvia comenzó a caer en El Chote, una pequeña comunidad con hogares indígenas que se localiza muy cerca de la zona arqueológica de El Tajín, pero ni así se apagó el fuego con el que se cocían los tamales.
La enseñanza de los abuelos Totonacos
Mientras esto ocurría, los más pequeños elaboraban un pequeño altar para las ánimas de los niños. Con los pétalos de las flores de cempasúchil que sobraron del altar principal, señalaron el camino para guiar a los espíritus.
A punto de caer la noche, los tamales estaban ya cocidos, se colocó la ofrenda de pan, fruta y chocolate. Entonces, todos se reunieron en la mesa y comenzó la comilona. “Sin pena, esta es tu casa”, refiere el puxku. El humo de copal le da una atmósfera especial a la ocasión. Vivos y muertos conviviendo en un mismo espacio
Ascención Sarmiento Santiago, académico de la Universidad Veracruzana Intercultural (UVI), refiere que el altar totonaco debe pender, estar sujetado del techo, porque permite que las almas de los muertos no se contaminen durante su travesía. Tocar el suelo sujeta a las almas y no les permite regresar, agrega Alejandrino.
El altar debe adornarse con un mantel blanco y a los costados que están pendiendo se pone listones de colores que representan al Chamakxkulit, que es el camino por donde llegarán las ánimas y los espíritus de los familiares.
El tepejilote se coloca en forma de arco o arcos, representan la puerta de entrada del Kalinin o el mundo de los muertos, mientras que el tepejilote es la sombra que tendrán en el camino los muertos en su travesía.
La flor de muerto es la luz del sol que guía sus pasos al espacio de los vivos. También se le pone una flor pequeña color violeta que se llama pasmaxanat y la mano de León que son parte importante de la ofrenda floral, pues indican el camino desde el mundo de los muertos.
Se ofrendan frutas de temporada como mandarinas, naranjas, plátanos, lima de chichi, caña en trozos y conserva de calabaza; así como pan de muerto, atoles, mole, tamales de puerco y de mole. No se ofrece alimentos con ajo, ni arroz, ni tamales de frijol, pues cuentan los abuelos que con esos alimentos los muertos no llegan al altar.
Las estrellas de palma o coyol que se colocan en el altar, sirven de guía para la travesía de los muertos al mundo de los vivos pues representan el cielo estelar. Estas deben ser en pares, no en números impares, y en el centro se pone una estrella alusiva al sol, que es más grande.
Se acompaña al altar con comida preferida del muerto al que se le ofrenda, alguna fotografía si es que hay, o simplemente sus instrumentos de labranza o trabajo, como lo son el machete, espeque, coa, azadón, etc. También se coloca ropa del muerto que usó en vida, como su pañuelo, camisa o su sombrero.
Se le pone velas de cera, veladoras y sus bebidas preferidas como: aguamiel, aguardiente, cerveza, refrescos, atoles. Y si mosquitos, moscas, mariposas o cualquier otro insecto merodean la comida, no se espantan porque se cree son los muertos que han tomado esa forma corpórea.
No puede faltar la música, los rezos, las responsas y las alabanzas, que sobre un petate enrollado o cobijas hacen recordar a nuestros muertos.
El incensario debe ser suficientemente grande para festejar a los visitantes, pueden ser dos o tres, mientras que el papel picado es un elemento más nuevo, pero igual representa al arcoíris y es el camino que dirige hace nuestro mundo y hacia el Kalinin.
Toda la comida ofrendada debe comerse, es una forma de compartir con nuestros amados muertos los alimentos, debiendo recordar que el primer tamal, el primer plato de comida es para el altar con las mejores piezas de alimentos.