*Los Laureles (antes llamado Tlalmimilulpan) es un pueblo muy tímido de Morelos. No atrae las miradas que sí arrebatan sus pueblos vecinos, Tlayacapan y Tepoztlán; lo único que vende, o más bien regala, son sus escenarios
Aníbal Santiago
Los Laureles, Mor.- Imponente, como un monstruo de piedra de rostro desfigurado, piel con escondrijos, carnosidades, fisuras, cavernas y una vegetación que brota como caótico pelo revuelto, el Cerro del Tepozteco se inclina sobre su pueblo más secreto, San José de los Laureles, pero no con el objetivo de intimidarlo; lo hace para vigilarlo alerta, celoso, guardando su valor más preciado: un silencio demoledor.
Dice el dicho que “viejos solo los cerros, y reverdecen”. Pero el milagro de este anciano pétreo tiene pocas analogías: se formó en el Plioceno Inferior, hace entre 2.6 y 5.3 millones de años, cuando lo que hoy es el estado de Morelos lo habitaban mamuts colombinos. No importa su vejez: los senderos boscosos que conducen a él desde el pueblo de “Los Laureles” (como lo nombra la gente) reviven con árboles pochotes, cedros blancos, encinos laurelillos y miles de especies vegetales más, casa de gorriones, tórtolas, huilotas. Aunque abigarrados de tanto verde, los caminos los pisan las botas de los campesinos que avanzan por esas rutas hace miles de años trazadas por mujeres y hombres de la cultura Xochicalco, toltecas y chichimecas. La gente del campo camina hasta el cerro porque las nopaleras que con sus manos trabajan cada amanecer se extienden como alfombras color esmeralda hasta el punto donde nace la roca vertical.
Los Laureles (antes llamado Tlalmimilulpan) es un pueblo muy tímido. No atrae las miradas que sí arrebatan sus pueblos vecinos, Tlayacapan y Tepoztlán, visitados por multitudes, porque no tiene casi nada que vender. Si acaso ofrece tienditas para buscar víveres y los tlacoyos de la blanquísima harina de Casa Laura, deliciosos y esponjosos con queso y crema y una salsa verde que es narcótica. Los saborean despacio niños, adultos y los viejos que además de castellano hablan náhuatl pese a que los gobiernos virreinales intentaron erradicar en sus ancestros.
A dos horas de la Ciudad de México y Puebla, lo único que Los Laureles vende, o más bien regala, son sus escenarios. Los ojos descansan: a lo largo de la calle Calvario y desde sus sencillísimos alojamientos panorámicos, como Posada Xamicalli, uno alarga la mirada por los plantíos que se van extendiendo hacia el horizonte y concluyen con los abismos del Tepozteco que se acercan a los 600 metros de altura. El vértigo estremece.
Si uno busca sólo caminatas, basta llevarse agua, botas y un buen sentido de orientación (brújula o celular) porque no sería nada raro extraviarse en los caminos que se entrecruzan maliciosos, y que cuesta identificar entre tanto verde acrecentado por montones de árboles de aguacate. Pero quien anhele ver los petrograbados prehispánicos con tinta roja y blanca -de plantas, animales acuáticos y construcciones- que sea cuidadoso y pregunte en este pueblo de 1600 habitantes por los guías que te llevan serpenteando entre bosques de encino y selvas bajas caducifolias a las laderas y cuevas de los parajes Ayotzin, Tezontlala, Cihuapapalotzin, Tonantzin. Esa gente, en realidad agricultores doctos en los enigmas de la roca, son los únicos capacitados para que los forasteros lleguen a destino, los muros con arte rupestre, marchando en medio de ese follaje mudo en el que solo hay sonidos del viento, aves y relincho de caballos que pastan en parcelas recónditas.
Las cuevas que hace miles de años habitaron los indígenas también tienen otra memoria: ahí se refugiaron por largas temporadas esposas e hijos de los combatientes zapatistas cuando hace un siglo sus maridos y padres salían a luchar contra los hacendados y el viejo San José de los Laureles se quedaba desolado hasta estremecer, como le ocurre hoy bajo la sombra de su portentoso cerro.