Ermita: vergel motorizado de artistas sin fama

Aníbal Santiago

Ciudad de México (CDMX).- A la pobrecita Calzada de Tlalpan le ha ido mal en la vida. Los años la azotan, trasquilan, abofetean, rasuran sus árboles un día y otro también hasta sangrarla, y cuando cicatriza su piel ya es gris-verdosa. En la Calzada de Tlalpan -que acuchilla la Ciudad de México de norte a sur- los cielos son cenicientos, a sus veredas se les desmorona el asfalto cual ruinas de terremoto, sus fragancias son de caño y no de jazmín, y sus caminantes deambulan con mirada errante, son desempleados llorosos y asfixiados que para aferrarse a la vida salen a respirar.

Ay, Calzada de Tlalpan, tan útil e indispensable, y tan desvencijada.

Pero paremos ya de lágrimas porque hoy es domingo, vayamos por Cazada de Tlalpan y detengámonos por los rumbos del Metro Ermita. Cierto, también a este lugar le empezó a ir mal desde que a su primorosa Ermita de San Antonio, alzada en tiempos de la Colonia, la volvieron cascajo en los años 40 para hacer más cómodo el paso a los coches, hasta hoy los amos y señores que ruidosos, apurados y despectivos ocupan la calzada.

Ermita, aunque se cruce con Río Churubusco -donde no nadan pececitos coloridos sino unas orcas asesinas llamadas “microbuses”-  es tierra de artistas: los habitantes de Ermita y alrededores dignifican su entorno con color y pinceles. Deberían usar siempre su boina de pintor, a lo Rembrandt, para que los identifiquen y respeten cuando salen a dar texturas, formas y tonos a las calles.

¿Eres una/un turista que pasea por Ermita con back pack, botellita de agua y baguette como si vagaras en Paris? Entonces camina por Avenida de los Montes (desprovista de montes), pasa por el abandonado y fantasmagórico hotel Holiday Inn, da vuelta en el Oxxo de calzada, llega a la distribuidora De La Torre de baterías LTH y sube al puente vehicular. Ahí, avanzarás por un sendero para humanos.

Ya en lo alto, si arrojas la mirada hacia abajo verás los anchos muros que escoltan el arroyo vehicular que a máxima velocidad surcan autos, motos, taxis rosas, trailers que van a Acapulco: en esas paredes que cercan el área motorizada y junto a las vías del metro de la Línea 2 que va y viene incesante, el ilustrador Alter OS ha creado una nueva “epopeya del pueblo mexicano”. Santificando unas pizcas lo prehispánico, acometen hermosas mujeres: una tehuana junto a un lago con pescadores, ancianas seris entre ballenas y seres marinos, una guapísima náhuatl que mira un águila que devorará una serpiente.

Puedes ponerte crítico con ese nacionalismo que purifica lo indígena, pero no importa: las imágenes se apoderan de tu mirada en tramos de cemento que nadie, bajo ninguna otra circunstancia, voltearía a ver.

Cuando desciendas del puente, dile adiós al nuevo muralismo mexa y acércate a corrientes más efímeras: sticker art con un señor de cara naranja en el pasamanos, grafiti con un luchador de máscara negra pintado en el concreto que estrujan los autos, los tags que comparten espacio con las grietas del cemento donde han nacido plantas: les saqué foto con la increíble app PlantNet y me arrojó que son wigandia urens (planta de tabaco), a las que les bastaron unas gotitas y un puñado de tierra para crecer. Milagro. O sea, si andas por aquí y a tus pulmones no les basta el dióxido de carbono que descargan los mofles, podrías empeorar un poco tu vida si sacas una navajita, cortas la planta que hizo su casa en la infraestructura chilanga y entre camiones de redilas te forjas con el tabaco un porro.

El arte ermitense tiene mil formas: en calzada hay una pequeña con vestido típico bailando en un bosque florido. En la fachada de Alhambra 727 un mural surrealista le incluye, señor, señora: un conejo rockero que toca la guitarra en una jungla habitada por tortugas, corazones que abrazan claves de sol, bailarinas de ballet, gatos parientes de Garfield, sillas de ruedas, así como la liviana Campanita.

En la entrada del jardín de niños Mateana M de Aveleyra, una campesina reposa en cuclillas frente a un clavel. Y es que en Ermita el universo botánico es muy apreciado: no es raro que junto a los timbres caseros la gente pinte helechos prehistóricos u otras especies frescas. Cada quien encuentra sus métodos para reforestar.

Como hace calor, camina a la Verdulería Canarias, pide un mango carnoso y bésalo a mordidas. El dueño, señor que expende entre peras, limones y chayotes, hace años se fumó algo, aunque sea un muy potente cilantro, y el resultado de lo que pintó es fantástico: un psicodélico león astronauta en un espacio sideral ocupado no por estrellas, sino por flores. Aprécialo mientras te echas tu mango, y así unes dos placeres de la vida: saborear y ver.

Ya nos vamos, pero antes un consejo: si un día te topas a los pintores de Ermita, pídeles una selfie (con gusto se la van a sacar, si es que tienen tiempo). Pero, sobre todo, no les avientes el coche. Cuídalos: son patrimonio nacional.

 

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