Aníbal Santiago
Ciudad de México (CDMX).- Camina lento, con pies de ogro herido, como si su enorme corpulencia pesara el doble, el triple, toneladas, tras una cruenta batalla perdida. José Alfredo González sale de su casa en el Barrio San Lucas empuñando un tubo de metal en la mano. ¡Dios! ¿Cobrará venganza con esa arma?
Eso parece. Sus gafas dejan ver sus párpados caídos, como si solo quisiera asomarse a la mitad de la vida. Hay razones: su hombro izquierdo se luxó horriblemente hace días. ¿Cómo? “Jugando con mi nieta”, lamenta. Uno jamás creería que este hombrón de madurez maciza pudiera ser víctima de la dulzura de un abuelo con su nieta (qué ironía), pero a cierta edad hasta de eso hay que cuidarse. Sin embargo, no es eso lo que lo tiene más apesadumbrado: su adorado hermano mayor, con quien vivía, Leobardo Jorge, murió sorpresivamente hace poco: “Imagina la soledad que siento en casa”. La siente en casa y también en la Fuente de San Miguel que desde hace unos 35 años está frente a su hogar, arriba de una placita triangular de adoquines.
Somos testigos de un momento algo triste. Camina y vuelve la memoria: “Leobardo quería mucho a la fuente”, recuerda. Su hermano abría los candados Hermex que aseguraban la tapa metálica, la alzaba y con el mismo tubo que ahora observo en la mano de José Alfredo hacía girar una llave redonda para accionar esta pequeña fuente. Sabía que si esperaba sentado que la alcaldía Coyoacán diera mantenimiento y echara andar la fuente que humedece a su barrio de murales callejeros y lo musicaliza con el sonido hipnótico del agua, pasaría un siglo. Por eso se hizo responsable: le instaló un timer con el que programaba su funcionamiento de 9 de la mañana a 9 de la noche, instaló una bombita -de pecera pero poderosa-, puso un filtro al desagüe que hay entre los azulejos azules y amarillos para que no se tapara con las hojas, ajustó varios cables y listo. Así, por décadas, alternó su vida como protector de la Fuente de San Miguel y maestro de los talleres de Pemex.
Por suerte, no estuvo solo. Una vecina de la que guardaremos el anonimato y que llamaremos “Rita” ofreció usar su propia línea hidráulica para abastecer de agua a la fuente que por la cantera adquiere color olivo. “El Güero”, responsable de barrer el rumbo, se acerca con sus tambos y con su escoba de ramas barre cada tercer día la basura, el polvo y las hojas acumuladas. Y lo de las hojas no es cualquier cosa. Aunque la plazoleta de San Miguel es seguramente la más pequeña del planeta, ahí se elevan 10 laureles de la India, según la botánica excelentes árboles para purificar el aire y muy resistentes a la contaminación. Eso es importante: aunque San Lucas es un pueblo de origen prehispánico (hay calles con nombres náhuatl, tipo Acolotitla) con misteriosas casas antiguas y callejones empedrados, se encuentra a 200 metros de División del Norte, avenida cenicienta donde puedes pasar a lijar tus pulmones con lija de la gruesa. Y, finalmente, el encargado de podar los árboles es don Ángel, otro vecino poseedor de unas filosas tijeras de jardinero.
En resumen, la fuente de San Miguel existe gracias a los vecinos de Callejón San Miguel. Repasemos. Rita, directora de agua. Güero, director de limpieza. Ángel, director de poda. Y si Leobardo ya subió al cielo de las fuentes celestiales, ¿quién es el director de mecánica? Pues José Alfredo, su bro: “Ahora yo he pasado a ser el principal responsable de la fuente -aclara, pues aquí hay jerarquías-. El agua se recicla, por eso no me gusta que los indigentes laven ahí su ropa y la ensucien. Pero qué hacerle: son personas vulnerables”, reflexiona (eso es conciencia social).
Alrededor de la fuente que lanza un chorrito discreto hay bugambilias, un banco artístico de madera que pocos usan por ser algo incómodo, y tres bancas de plaza, como la tradición patria ordena: metálicas, verdes, con su escudo que dice “República mexicana”. Sentadas en ellas puede beber un Sidral la clientela de la bien surtida miscelánea de la señora Rosita y su esposo don Juan, echarse unas galletitas de mantequilla las madres de la Casa Hogar Santa Inés, tomar un exquisito helado de nuez los clientes de la Heladería de la Ventanita que creó el célebre heladero El Puma (en paz descanse). O bien, ver pasar la vida, como un joven y relajado vecino que al descubrirme chacoteando con José Alfredo se une a la charla y se presenta.
-José Antonio, mucho gusto.
-José Alfredo, compadre de José Alfredo Jiménez.
-¿Y usted también canta?-, pregunta José Antonio.
-¡Y con unos tequilitas hasta bailo!
Los vecinos se ríen de su ocurrencia.
De rizos definidísimos y envidiables -debe usar un excelente enjuague-, José Antonio porta bermudas y sandalias de playa cuyo chancleteo se oye fuerte a cada paso: la suya es una actitud de domingo y no de mañana de un martes laboral, como en el que estamos. Aunque habla como mexicano y su nombre suena muy mexicano, me aclara que su sangre es balcánica. Total, sentado a mi lado fumando su Marlboro rojo reposado, el vecino balcánico de Coyoacán hace cara intelectual, cruza la pierna y me da una breve clase gratuita sobre esta localidad chilanga: “El 29 de septiembre el barrio pasea a San Lucas y San Miguel, aquí se venera a ambos. Los mayordomos cierran la calle, ponen una carpa en su casa y ofrecen mole, arroz y cerveza a los músicos de la procesión y a la gente que va haciendo paradas con los dos santos”.
Ojalá todos los balcánicos supieran tanto de nuestras tradiciones.
Los Pepes -José Antonio y José Alfredo- y quien esto escribe contemplamos apacibles a la Fuente de San Miguel: los chorritos salpican, las gotas escurren frescas en la piedra, las hojas flotan; el agua que cae da vueltas, se duerme, despereza y reinicia sus giros.
Aunque ninguno lo dice, los tres lo sabemos: por más problemas que tengas -incluso la falta de un hermano-, la vida mejora cuando te sientas a mirar a una fuente (sin apuros).