Puente Filipinas: sobre un río sin río

Aníbal Santiago

Ciudad de México (CDMX).- México, ¿cómo creaste lo imposible?

Estás en lo alto del Puente Filipinas, un puente peatonal que pasa sobre un río. Sí, bajo tus pies, a unos metros, fluye el cauce de un río, pero -y aquí el milagro- a ese río jamás lo verás. Por más que luches, entrecierres los ojos, uses lentes o binoculares. Nada. No verás ni su corriente, ni pececitos de colores, ni remolinos, ni avispas, ni algas, ni patitos feos (o lindos), ni la zambullida de una piedra que aventaste para contemplar las circulares ondas acuáticas.

Ojalá David Copperfield hubiera desparecido el Río Churubusco para después reaparecerlo con tres pases mágicos, pero no, quien lo ocultó para siempre fue una devastación de la que ya hablaremos (brevemente, para no sufrir). En este río invisible tampoco avanzan barcos, canoas ni chalupas jaladas por navegantes de la Ciudad de México, aunque sí autos. ¿Me subo a un puente común y corriente para ver autos? ¿Cuál es el chiste? Pues que el apocalipsis, tan deplorable él, puede ser fascinante. Si uno asciende cinco metros por sus 35 escalones y mira al horizonte poniente detectará los vestigios de Santa Fe, el Dubái chilango con sus rascacielos de ese México acaudalado que es un espejismo. Y quien voltee al lado opuesto divisará a la otra capital del país, la del oriente, pobre y desamparada, aunque en días ventosos desnuda la increíble autoridad volcánica del Popo y el Izta.

Y en ambas coordenadas, sobre el asfalto que cubre al río desde Mixcoac hasta el Foro Sol, autos. Dorados por un sol que en estas elevaciones se esmera por impregnar poesía al desastre urbano, miles y miles de autos circulan inquietos, estresados, tensos, rabiosos, desesperados. Es fascinante estar en calma, sin prisas, con las manos apoyadas en el negro barandal desgastado, y observar filosóficamente a los conductores que enfadados tocan el claxon porque no llegarán a tiempo, porque el taxi se les metió bruscamente o, en realidad, porque nacieron aquí y no en Helsinki. Los examinas con calma mordaz (“ustedes tristes allí, yo feliz acá”) mientras tus pies pisan el suelo del puente. Ahora baja la vista: ahí siguen las huellas que las ardillas dejaron en 1963, cuando el Puente Filipinas se construyó. En ese tiempo, sus 20 metros lineales de suelo eran una lechada de cemento aguada que pisaron esos animales. Pobrecitos, debieron civilizarse y aprender a subir escaleras, cuando antes solo trepaban ocotes, nogales o manzanillos, árboles sobrevivientes que desde el puente aún puedes tocar.

El 26 de abril de aquel año, asediados por los fotógrafos y entre montones de habitantes que en éste y los demás puentes atestiguaron emocionados la apertura del camino vial, el presidente Adolfo López Mateos y el regente Ernesto P. Uruchurtu cortaron muy sonrientes, en plena autopista, el listón inaugural del nuevo Río Churubusco sin río (o Circuito Interior). De niños, ellos lo habían gozado no solo con agua cristalina, sino con primorosas casas estilo victoriano, lujosos hogares con aires británicos donde vivían familias acomodadas de la Ciudad de México (ver foto). A aquellos dos políticos, entubar el río que nutría el agua de la Sierra de las Cruces no les dio ni una gota de culpa: lo único importante era evitar que se desbordara e inundara las poblaciones rivereñas. ¿La solución? Con obreros y maquinaria pesada envolver al río en un caño, cubrirlo de pavimento y cruzarlo por arriba con puentes para transeúntes. O sea, destrozarlo.

Cuando remontes el Puente Filipinas (así se llama porque nace en la calle Filipinas) estarás en la transición de dos mundos: si volteas al sur, verás el inicio del colonial, fragante y conservado Coyoacán. Y si giras la cabeza al norte, iniciará el rasposo mundo chilango de colonias como Nativitas, Postal, Álamos, Algarín, Obrera, gritonas, sudorosas y destartaladas.

Subo al Puente Filipinas y descubro, enganchado en sus barrotes, uno de esos plásticos con que se unen los six de chelas. Quizá en la altura alguien se emborrachó al confirmar el panorama de eso que ya nunca seremos: la ciudad más transparente. Tú sube, mira y, para no delinquir, disfruta tomando solo un juguito. Si es domingo a la mañana, mejor. Como se suspende el tránsito presenciarás desde arriba el paseo Muévete en Bici. No te pongas exigente; desde luego no estás en el encantador pueblito costero de Camaret-Sur-Mer viendo a los heroicos ciclistas de la Tour de Francia, pero no importa porque sí verás a otros héroes: viejitas, niños, señoras, jóvenes que pedalean entusiastas. Aunque hace mucho a todos ellos les arrancaron su río de agüita cristalina (y eso nunca tendrá remedio), son felices pedaleando en su gris Río Churubusco de concreto, asfalto y chapopote, en cuyos puentes los espían curiosos como tú.

Foto Especial

 

 

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