Aníbal Santiago
Ciudad de México (CDMX).- Estoy confundido. Camino buscando en la noche una señal de mi destino: algo parecido al choque de tarros rebosantes de cerveza Victoria, a la voz de Javier Solís cantando “En tus ojos tengo luz de Luna y en tus lágrimas sabor de mar”, o al menos algo que se parezca a los gritos alegres de unos amigos que entre abrazos embriagados se juran amor eterno.
Pero no hallo nada de eso. Oscura y mugrosa, la Calle del Dr. Gálvez solo mantiene abiertas las zapaterías La Vega, Antela, Naddal. Sus vitrinas iluminan mocasines, tacones y pantuflas para señoras y señores marchitos de la Ciudad de México que aquí encuentran modelos de su juventud.
De pronto, a lo lejos y sobre una fachada vieja, leo “Fonda”. ¿Será aquí el mítico lugar que busco? Bajo el marco de una puerta abierta que descarga al empedrado de San Ángel mucha luz y temas rancheros para viejos melancólicos, un desgarbado señor setentón de traje gris, corbata negra y guitarra a la espalda husmea hacia el interior. Hago lo mismo, quedamos hombro a hombro. “¿Qué busca?”, me pregunta viéndome con ojos agotados. “A La Invencible”, respondo. “¡Es aquí!”, aclara. Al entrar veo sorprendido que en plena cantina hay una carriola. Aún no me siento y un señor de impecable camisa blanca, pelo blanco y lentes me intercepta; sin demasiada cortesía me pregunta qué beberé. Tiene pinta de médico enfadado, no de cantinero. “Una Bohemia”, le pido. Ahora sí me dispongo a sentarme, pero atrás mío alguien me interrumpe. Volteo: es el guitarrista de traje: “¿Podemos compartir?”, me propone señalando una mesa. Noto que a nuestro alrededor las mesas de este salón miniatura, seis en total, están vacías. No importa, lo que menos quiero esta noche de martes es dialogar conmigo mismo: tengo muy poco que contarme. “Claro, siéntese”, le ofrezco. Saca una anforita y bebe: “es whiskey”, dice. “¿No quiere mejor una cervecita?”, lo invito y acepta. Solicito al médico-cantinero otra Bohemia. El guitarrista brinda chocando su botella con la mía, damos unos tragos y coloco entre ambos un aparato electrónico.
-¿Y eso qué es?-, pregunta.
-Una grabadora de reportero. Vengo aquí para una crónica. No daba con la cantina.
-Ahhh. Y entonces me encontraste a mí, soy Carlos Maldonado -se presenta-. La Invencible es lo máximo, qué bueno que me encontraste.
Se descuelga la guitarra y la engancha al respaldo.
-¿Se va echar una canción?
-No. El Negrito me dijo: “hoy no queremos que cantes nada”. Toco desde los 15 años. Me sé 700 canciones -boleros y rancheras- y doy a 50 pesos la canción, pero yo obedezco: ahorita no voy a cantar.
-¿Quién es El Negrito?
-Ése al que le pediste las cervezas. Es a toda madre, un desmadre. Ya tiene 40 años aquí y no se va a ir nunca.
Veo que El Negrito ríe por primera vez cuando alguien le acerca un bebé con el que juega, quizá su nieto. Ahora entiendo lo de la carriola.
A la altura de nuestras cabezas, en fila e iluminados por farolitos de pueblo, montones de cuadros de épocas arcaicas cuelgan con ilustraciones de antiguos mexicanos y sus descripciones. Me pongo de pie y leo las líneas escritas con ortografía antigua: “Indio de Xochimilco, cuyo exercicio es hazer guitarras”. “Indio guasteco, cuyo exercicio es cojer y vender pericos”. “Indio de Xochimilco, cuyo exercicio es hacer canastas y chichihuites”. “India de Tlaxquaque, cuyo exercicio es vender nenepiles, esto es, lengua cocida”.
Concluyo la lección de historia. En seguida voy hacia la barra del bar y observo el aparador detrás, que también es un desmadre. Entre enredaderas de cables grasosos, el mueble carga cosas desde que a La Invencible la fundó en 1930 un empresario llamado Florencio García. Al catálogo de bártulos lo cubren capas de polvo de los días de Sarita Montiel, Ávila Camacho, Angélica María, Cabinho. De todas las épocas. Ahí les van solo algunos de los 3417 objetos que ahí reposan: un Santa Clos de cartón, una máquina registradora, un puma de la UNAM de peluche, muñequitos de pasta, una Valentina para mariscos, un bote de Resistol y otro de canela, una engrapadora, bocinas viejas, latas de atún, una baraja española con el Dos de Oros a la vista. Y hasta arriba de la estantería, inalcanzables sin una escalera, varios libros: “Historia verdadera de la conquista de la Nueva España”, “Cantolla, el aeronauta”, “Fundamentos de la filosofía marxista”.
Carlos se refresca con su Bohemia, mira nostálgico a ningún lado y luego a mí. Lo extraña que yo indague las paredes forradas de madera con anuncios de los platillos que salen de la cocina: torta de milanesa y chilaquiles, albóndigas con chipotle, papas al cilantro.
La música está muy fuerte; si quieres que te oigan, mejor grita. Pero ahora me callo porque me atrapa una canción que sale de las bocinas: “dejaba mujeres con hijos por donde quiera / por eso en los pueblos donde se paseaba se la tenían sentenciada / recuerdo la noche que lo asesinaron: venía de ver a su amada / 18 descargas de Máuser sonaron sin darle tiempo de nada”.
Carlos descifra mi cara de sorpresa mientras oigo eso: “Es Antonio Aguilar, la canción se llama Gabino Barrera. A mí también me gustan las parrandas con muchachas”, me aclara sonriendo picarón.
-Y de las 700 canciones que se sabe, ¿cuál le llega más?
-“No valió la pena”, de José José. Esa me llega al alma por motivos personales.
No le pregunto cuáles son esos motivos pero busco la letra en mi celular: “Ya lo ves / no valió la pena enojarnos tanto / maltratarnos y decirnos cosas que jamás pensamos”. Percibo algo triste a Carlos, que se echa largos tragos de cerveza.
Como quiero relatar todo lo que existe en este bar, levanto otra vez la vista y descubro algo insólito: seis papiros enmarcados escritos a mano. El primero dice así: “Beber por beber es de necios. Fases de las bebidas alcohólicas. 1.Euforia 2.Violencia 3.Sentimentalismo 4.Dormida 5.Cruda”. Cada cuadro está dedicado a un momento de la borrachera. Por ejemplo, “CRUDA. Dolor de cabeza, fatiga estomacal, cuerpo dolorido y heridas de golpes. No recordar dónde estuvimos. Y lo más cruel, nuestra familia. La vergüenza nos acobarda y queremos desaparecer del mundo”.
-¿Dónde vives?-, me pregunta Carlos.
-En Portales.
-Ah, la Portales. Me encanta. ¿Sigue ahí el California Dancing Club?
-¡Claro!-, respondo.
-Bailongo para puro galán otoñal, puro totoloco, puro totoseco como yo. Ya estoy medio cascado-, se carcajea.
-¡Pero aún tiene buen pelo!-, se me ocurre decirle.
-Eso es bueno, ¿no?-, acaricia su melena y vuelve a carcajearse.
Ya es tarde. Nos despedimos de El Negrito y de los 4 o 5 que beben en la barra y bromean bajo dos pantallas que dan noticias del Cruz Azul a las que nadie presta atención. En este momento experimentan la fase 3: sentimentalismo.
Salimos a la calle y Carlos enciende un cigarro. “Me dio mucho gusto conocerte. A ver qué día te caigo en la Portales”, dice abrazándome. Carlos se pierde a lo lejos, camina con su guitarra en medio de la oscuridad.
+++ La Invencible: Calle del Dr. Gálvez 7-Local C, San Ángel, Ciudad de México. Tel: 55 5616 2287