Aníbal Santiago
Ciudad de México (CDMX).- Si en las esquinas de San Pablo Tepetlapa levantas la mirada para enterarte por los cartelitos blancos en qué calle estás, leerás esto: Sauco, Simarruba, Glicina, Grama, Árbol de Fuego, Bambú, Súchil. O sea, plantas trepadoras, flores y árboles, nombres que te harían pensar que si las calles se llaman así es porque estás en un pueblo de fragancias silvestres, bosques con zorzales cantores y explosivos verdes vegetales.
Pues no, qué tristeza. Si alguna vez fue un paraje natural este pueblo chilango que Diego Rivera amaba, de eso no quedan ni ruinas. Hace décadas, a San Pablo le agarró el pescuezo un Distrito Federal que no tuvo piedad y le sacó el aire hasta ponerlo morado. Se salvaron unos arboluchos empanizados de smog, los hierbajos que crecen en el pavimento chupando agua de charcos con aceite automotriz, y ya. A la vegetación frondosa que por siglos vivió la mató la violenta acción de un dios malévolo, el hombre, que gritó a esta tierra florida “¡ahí te va un diluvio de cemento!”. Y zas, todo fue gris para siempre.
¿Vinimos a contar una historia de devastación? ¡No no no!, calma. Vinimos a contar la historia de un milagro. Un renacimiento, en una calle llamada Museo, la principal del pueblo. Los grafiteros de la capital la conquistaron sacando sus aerosoloes, pinceles, rodillos, imprimiendo a los muros de San Pablo un arte vigoroso: técnicamente infalible, estéticamente abrumador, socialmente retador. Tú concluirás si los creadores de estas obras plásticas son unos buenazos (fotos, abajo) pero aquí unas breves descripciones: una bellísima chica azul con un ojo incendiado por una luz blanca. La cabeza derretida de un ser salido de un pantano que escoltan dos diablos-gnomo con fuego en sus cabezas. Un espectro aterrador que se desgarra en un lamento y cuyos tétricos globos oculares salen expulsados. Un payaso siniestro con una asesina pistola humeante. Un musculoso gato azul de bata ninja ejecutando un kata temible.
L@s grafiter@s Eddie, Quer Rabs, Kober, Gold Street y otr@s usaron de lienzo los muros de instalaciones, casas y negocios abandonados, quizá porque sus propietarios ya no querían saber nada del San Pablo Tepetlapa apocalíptico, muy distinto al que conoció Diego Rivera. Quién sabe si los artistas consideren su precursor a ese maestro que también enloquecía pintando paredes, pero es una coincidencia que los nuevos artistas y el difunto muralista de gran panza eligieran la misma calle. Ellos, para sus grafitis; Diego, para el Anahuacalli, que comenzó a construir en 1942. Con puertas-romboide, columnas de serpentina y muros de piedra que se te vienen encima, el museo sirvió para guarecer a sus “ídolos”, como el pintor llamaba a sus 2 mil piezas prehispánicas.
En la agitada calle Museo ya no oyes a pajaritos de colores ni la brisa fluyendo entre las ramas, sino claxonazos de peseros y carniceros que gritan “pasele, marchantaaa” para que les compren codillo, corte taquero o espinazo. Y claro, escuchas máquinas Renssi que mugen como vacas moribundas para desatascar los drenajes, taponados de tanta basura que este territorio produce.
Pero hay esperanza. Afuera, en las paredes desprotegidas de la calle que a casi todos valen madres y que incluso la especie humana profana con propaganda electoral o anuncios tipo “vendo departamento”, sobreviven, por suerte, cráneos de dientes afilados que aúllan entre aristocráticas plumas índigo, un roedor de ojos y dientes verdes y cabeza de asquerosos pelitos como si lo hubieran trasquilado a mordidas, e incluso un rostro hermoso, tipo Dolores del Río, con boca ansiosa y mirada anhelante que te toma por la solapa.
Pese a la destrucción, San Pablo Tepatlapa ha vuelto a vivir y lo habitan seres sensuales, asombros, pavorosos. No tienes escapatoria: tus ojos se fundirán en su hechizo.