Terra Nostra: una comida en el Tíbet

Aníbal Santiago

Aunque en la calle el sol fría a la multitud, al edificio de Motolinia 31, donde ingresas esta tarde, lo entumece una corriente de aire helado -nacida siglos atrás- que envejece aún más todo lo viejo que hay ante tus ojos: cañerías oxidadas que surcan el techo, muros amarillos carcomidos por el tiempo, pisos de finos mosaicos, pasillos con zócalos conectados a escaleras de barandas de hierro a las que agarras.

Al subir en este frío silencio que hace oír tus pasos y mirar las puertas de los misteriosos despachos, no sería raro que desde ahí descubriera molesto tu presencia un antiguo detective de gabardina y sombrero de ala ancha porque interrumpes su solitaria y meticulosa labor. Pero no, lo que cruzas es una puerta que te abre al mundo del sabor vegetal en este magnífico edificio centenario del Centro Histórico. Terra Nostra, fundado en 1936, es el restaurante vegetariano más antiguo de la Ciudad de México. Y como todo lo viejo tiende a lo sepia, son sepia estos salones de clientes que comen emocionados los frutos de la tierra: las paredes, las fotos de las primeras cocineras de los tiempos de Lázaro Cárdenas, el suelo de madera que reclama crujiendo cuando lo apachurra tu zapato y también es sepia un polvoso reloj inglés de manecillas que marca sí o sí 10:41 y que en su carátula dice “Bristol Time”; quizá en esa neblinosa ciudad siempre son las 10:41.

Lo que va a recibir tu boca y que brilla en un buffet iluminado con lucecitas de relojería abarca dos categorías. La primera, ensaladas diversas de zanahoria, fresa, brócoli, cacahuate, germen de soya, coliflor, calabaza, espinaca y más hij@s de la naturaleza. Y la segunda, guisados calientes con nombres como éstos: gorditas de camote, enmoladas de requesón, crema de blueberry, carnitas de soya, pancita de setas, ceviche de col, berenjenas a la mostaza, bistec de seitán con salsa de jitomate y dos prodigios: taquitos de suadero y al pastor sin carne (increíble el desarrollo de la ciencia de la soya).

Entre las mesitas de madera flota un silencio místico. La gente aquí se modera y habla bajito, como si le orara a tanta salud que entra y viaja ligera en su organismo. En todo caso, el sonido de este restaurante son armonías que descendieron desde el Himalaya, con instrumentos como gyaling, dramyin y dungchen y que apaciguan este rincón del enloquecido México con la asiática paz musical del Tíbet. ¿México enloquecido? Asómate a uno de los balcones: ambulantes que venden 3 calcetines por 10 varitos, organilleros tocando Las Mañanitas, ópticas que ofrecen su servicio a gritos. Un desmadre. O sea, no estás en el Tíbet.

Nos apartamos del balcón para sentarnos en una de las mesas, extrañamente adornadas con globos rosas que dicen “I Love You”. Después de saborear la pancita de setas con su caldillo de jitomates, la joven clienta Sofía Hernández sintetiza la virtud de Terra Nostra: “Hay tanta extravagancia en los restaurantes veganos y  vegetarianos, con todo tan gourmet y porciones chiquitas, que prefiero esto: un restaurante vegetariano súper clásico”.

Después de dar el sorbito final a tu agua de apio y piña, y servirte de postre dulces bolitas de tapioca, irás a pagar. A tu izquierda, un aparador te tienta con más vida sana. Hay tés de moringa, árnica, jengibre; bilés ecológicos para labios y libros que prometen alejar la madurez, tipo “Prácticas Naturales de Rejuvenecimiento”. Quién sabe si Terra Nostra y su mundo vegetal te regalen vida, pero al volver a la calle mexicana, ruidosa y delirante, te sentirás liviano tras tu paseíto en el Tíbet.

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