El papayo del Viaducto: milagro en la devastación

Aníbal Santiago

Ciudad de México (CDMX).- Decía Chavela Vargas que el mexicano nace donde se le da su chingada gana. Y los papayos también son mexicanos. El hermoso papayo estrella de esta historia no nació en el edén papayero, Veracruz, nutrido por la cálida humedad del golfo, un sol que estalla eufórico y suelos aluviales espléndidos en materia orgánica. Y aún menos creció alegrado por calandrias, zorzales y tordos cantores. No, nuestro papayo nació en el Viaducto Miguel Alemán, el peor lugar del mundo.

¿Estamos exagerando? Miremos su entorno. El tristísimo cilindro de concreto con los 17 kms entubados del Río de la Piedad (símbolo de nuestra ruina ecológica), barreras de hormigón entre los flujos vehiculares y el asfalto donde 250 mil autos ruedan cada día. O sea, los sonidos de fondo del árbol no son dulces pajarillos sino un cuarto de millón de mofles. Si este papayo tuviera oídos, sangrarían (por suerte es sordo).

“Pobre papayito”, podemos decir. Pues no. Si vas a Teocelo y Viaducto, esquina de un gris que mortifica, alivian tus pupilas el verde de sus fuertes hojas, su poderoso tronco flexible y, desde luego, su corazón: 40 papayas saludables y verdes que encandilan con su piel de recién nacido y una redondez sedosa. Juntitas con amor de hermanas, apiñonadas para darse calor.

¿Cómo es que un papayo de 2 metros se eleva en el recodo más árido de la colonia Roma Sur, en cuya cinta asfáltica crecen solo carteles viales, cables, postes, puentes peatonales abonados por monóxido de carbono y temibles partículas PM 10 que causan enfisema.

Si un papayo ha crecido sano en la boca ultra intoxicada de un dragón chilango, resolvamos el milagro. Justo frente al papayo, toco a una puerta de Viaducto Miguel Alemán, antiquísima casa con un farolito construida cuando en el Río de la Piedad los niños de la Ciudad de México aún chapoteaban. “Ding-dong”, suena el timbre del pasado. De blusa iluminada con todo el azul que a esta vialidad le falta, aparece una señora: “Imelda Nava, mucho gusto”. Podríamos hablar sobre su siembra de buenas personas (antes de jubilarse fue por décadas educadora del Centro de Desarrollo Infantil 18 para pequeños de 0 a 6 años) pero esta vez hablaremos de su siembra agrícola.

¿Una entrevista sobre el papayo? ¿En serio? “Me llama la atención que se atreva a preguntarme. Todo mundo pasa y es: ¡mira la papaya! Pero nadie pregunta nada”, me aclara.

Esta vez es distinto. Hace dos años, tras echarse en el desayuno una papayita comprada por ahí, Imelda le sacó un puño de semillas que metió en una cubeta de pintura llena de tierra, y las regó. Dos papayos bebes crecieron y crecieron. “Ya no podían los pobres”, a la cubeta se le desbordaban raíces, tallo, hojas. ¿Qué hacer?

Una desgracia ayudó a la naturaleza: un cauto que se creía Red Bull en Formula 1 perdió el control y chocó destruyendo el triste árbol que habitaba el mísero cuadrito de tierra frente al hogar de Imelda. Cuando las cuadrillas de la alcaldía Cuauhtémoc llegaron a reparar, les pidió, en vez de poner cemento, terminar de romper la banqueta para crear una jardinera.

-¿Hay bastante tierra abajo del pavimento del Viaducto?-, pregunto.

-Por supuesto, una tierra muy buena.

La tierra de las orillas del viejo río quería volver a crear vida a 74 años que la cubrieran con cemento. “Los trabajadores me hicieron un hoyo y trasplanté las papayas. Rapidísimo se fueron para arriba”. No las regó con obsesión, solo una cubeta a la semana en tierra abonada con cáscaras de huevo y plátano. La lluvia y el agua de las entrañas de la capital hicieron su parte. “Hice lo de las abejitas: a las flores del papayo les echaba polen”. Polinizados, hidratados y con tierra nutritiva, “a los papayos les gustó el lugar”, dice la maestra.

Sus frutos crecían suaves y brillantes, arrancarlos sería una tentación para los peatones. Imelda clavó en la jardinera un cartel con un ruego: Llévame hasta que madure”. Primero se robaron el cartel y luego las papayas verdes, incapaces de madurar si son arrancadas antes de tiempo. Inútil atraco.

Indignados, los vecinos se han unido. Enrique, joven de la casa del lado, usa su mirada contra los ladrones. “Una noche descubrí una persona calándolas. Me le quedé viendo en actitud de ¿qué vas a hacer? Se dio la vuelta y avisé a la señora: aguas, están sobre su fruta”.

-¿Y usted ha logrado probarlas?-, pregunto a ella.

-Tres nada más. Súper rica, muy dulce, ¡mejor que las del súper!

Uno de los dos papayos ya sufrió a un malvado: en la profundidad de la noche alguien lo mutiló desde el tronco. Para que reviva, además de ponerle agua y abono Imelda le enrollo un listón rojo contra el mal de ojo. Lentamente, el tronco -sin sus hijitas papayas- ha vuelto a crecer. El otro papayo, su hermano mayor, ahí sigue, grande y sólido pero amenazado por el saqueo de fans de la fruta impacientes por saborear su jugosa y anaranjada carne tierna.

-¿Qué siente por su planta?

– Ésta y mis otras plantas son la vida. Es una satisfacción verla y decir: yo la planté.

Antes de irme, Imelda me hace un regalo para el futuro: “Después venga y llévese una papaya. Solo le pido que esté amarilla. No me preocupa que se las lleven, para eso están. Lo único que pido es que las dejen crecer”.

Si quieres conocer el papayo y te gana la tentación, que la fruta esté amarilla. Solo así sentirás la milagrosa y jugosa delicia del Viaducto.

 

 

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