El atrio de Malinalco (no olvides ir con tu esposa).

Aníbal Santiago

Estado de México (Edomex).- La Parroquia del Divino Salvador sabrá disculpar: manda el cristianismo que los atrios, esos espacios entre pórticos que conducen a la iglesia, sirvan a la catequesis. El cura o la autoridad religiosa instruyen ahí a quien desee ser discípulo de Jesucristo: en teoría, el atrio viene siendo un salón de clases al aire libre. El problema es que el atrio de Malinalco es grandísimo, rectangular y tiene su césped impecablemente cortado.

Es decir, este atrio se parece demasiado a la hierba fresca de La Bombonera, el estadio del Toluca, y a los niños de la Emiliano Zapata y otras primarias de Malinalco les resulta irresistible cascarear creyendo al correr sobre la hierba católica que son “Paulinho”, actual campeón goleador de México e ídolo de los Diablos Rojos, su amado equipo que juega a 52 kms de su pueblo entre cerros.

Quien esto escribe no es Martinoli pero por favor lean la jugada que relato. En una cancha cuyas porterías son dos pares de mochilas, unos 10 niños se disputan a gritos el balón. Destaca uno. Bajito y flaquito, retrocede a la defensa y recupera. Controla la pelota y se lleva por velocidad a tres defensas. “Juancho, pásalaaa”, le recriminan sus compañeros aunque él no piensa compartirla; desborda y de cara al arco saca un disparo potentísimo pero demasiado elevado: supera por un metro de altura al arquero rival. “Ay, Juanchooo”, recriminan al ariete cuando el balón se pierde en el fondo del atrio. Ni modo, los goleadores son egoístas; habrá revancha.

Pero volvamos al atrio, poseedor de lo que todo atrio debería: una antigua cruz de piedra labrada y mucho colorido natural: tulipanes africanos rojos, falsos pimenteros con sus redondos frutos también rojos, agaves, órganos y colas de zorro con sus flores como espuma blanca.

De pronto, a un lado de la estatua de un cura fallecido hace 120 años, San José Maria de Yermo y Parres (“padre de los pobres y gloria de Malinalco”), una firme voz femenina reclama: “Por favor, cállense. Pierden mucho el tiempo, no se puede con ustedes”, exclama Emelia Leyva. La maestra que sobre el césped del atrio da clases de catecismo a 15 alumn@s que en unos días harán su confirmación, es incapaz de controlar tanta hormona burbujeante. Para relajar el ambiente le pido una entrevista. Acepta muriendo de la pena.

-¿Se ponen rebeldes?-, le pregunto.

-Mmm –sonríe mientras sus alumn@s se carcajean.

-Tienen cara de rebeldes-, insisto.

-Sí cumplen–, dice con cara de “son incontrolables”.

-¿Y qué les enseña?

-Qué son el Espíritu Santo y la Santísima Trinidad, oraciones, a confesarse.

Doña Emelia no distrae su clase. Posa en manos de cada una de las chicas y los chicos un sobre cerrado a la vez que los nombra: “Esta carta para Joshua, ésta para Jenny, ésta para Arlette…”

-¿Y esos sobres?

-Una cartita que les envía nuestro Señor Jesucristo. Ahí les dice cuánto los ama y que se siente triste porque no le hablan.

Ese será el siguiente punto a discutir entre todos, y mejor ya no interrumpo. El atrio que existe aquí desde 1560 -con andadores hacia el Convento de la Transfiguración que habitan frailes y con frescos pintados por indígenas- es un refugio del desorden exterior, el mercado, donde las señoras del Estado de México venden camote con piloncillo, nísperos, granadas, taquitos de nata y tres millones de delicias más.

¿Quieres escapar del lío de la vendimia? Vas al atrio, donde la globera del pueblo dormita bajo la sombra de su árbol de globos de Mickey Mouse, Tigger y Hello Kitty, un señor con cara triste toma su Arizona de mango y devora sus galletas Marianitas, un bebé gatea con sus padres. Y esperen, algo más. Una escena romántica ocurre ante mí: un hombre en sus 40 deambula por el jardín y se acerca a una guapa chica apoyada en la bardita de piedra donde inicia el mini cementerio para los sacerdotes de Malinalco.

-¿Está bonito aquí, no?-, le pregunta él muy casual.

-Ajá-, responde la morena.

-Soy fotógrafo.

-Mire…

-Vengo de Tenancingo, tengo al rato un evento aquí en Malinalco y me gusta llegar temprano.

El fotógrafo nota que los observo y me pregunta preocupado: “¿es su esposa?”. Como quien entrevista soy yo no le doy mayor información, pero él sí. “Mucho gusto, David Estrada Téllez, fotógrafo. Le estoy diciendo a tu esposa (ya nos declaró marido y mujer) que tengo un bautizo pero antes vine a echarme un taquito. Hago fotos y películas: bodas, XV años, bautizos y –añade jocoso- divorcios”. Los tres nos carcajeamos.

Y entonces nos muestra su arte en su teléfono. “Vean qué bonito esto que hice”: observamos a una quinceañera con su hinchado vestido azul y un ramo de rosas entre sus dedos con un fondo chino de pagodas. Y luego a una novia de vestido blanco y corona y detrás un mundo submarino con peces y conchas gigantes, como si David le hubiera sacado la foto a la mujer en las profundidades oceánicas.

-¿Y esa pagoda y el fondo acuático?

-¡No, pues no son reales! –me aclara-. Se llama “cambio de fondo”, es una técnica avanzada que manejo.

-Órale…

-¿Y dónde van a comer?-, pregunta el fotógrafo a mi esposa y a mí.

-Pues quién sabe-, respondo.

-Vayan a La Trucha Feliz.  Truchas grandes, al mojo de ajo, a la diabla. Buenísimas.

-¿Y cómo llegamos?-, le pregunto.

-Suben acá, dan vuelta en lo corto, caminan tantito, trepan al pie de carretera y llegan así como van-, explica.

No, pues con una explicación tan clara mi esposa y yo claro que iremos a comer a La Trucha Feliz. Pero antes, para hacer hambre, echaremos por el atrio otra vueltita.

 

 

 

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