Cipreses de Monterrey, viejos que alarga el viento

Aníbal Santiago

California, EU.- Al ciprés de Monterrey se le quedaron las ramas paralizadas hacia los lados, extendidas horizontalmente, como si un viento estremecido, poderoso, un día las hubiera impactado y petrificado para siempre. Detente ante las Hesperocyparis macrocarpa –como las llama la ciencia- y  sucumbirás: ningún ventarrón inclina su ramaje, pero el cerebro, perturbado entre realidad y percepción, así lo cree. Ilusión óptica.

Cuando hace poco ingresaba en auto al condado de Monterrey, mi primo Nicolás, habitante de por ahí, me pidió concentrarme: “Mira esos árboles, solo se dan en esta región”. Luego guardó silencio, quizá para ver qué producían plantas tan fantásticas en mi mente. En mi defensa, diré que mi absorto silencio no obedeció a falta de ideas, sino a que en esta era pocos humanos están habituados a analizar árboles. Después, prestándoles atención, dije algo como “raros y hermosos”, a lo que él añadió: “las ramas crecen a los lados, como bonsáis gigantes”.

Al rato, ya en nuestro destino en el centro de California, la Bahía de Monterrey, caminamos en la arena a la orilla del mar. Sí o sí, tus zapatos avanzan sobre la “ice plant”, una plantita suculenta que cubre en una alfombra rojo encendido la playa. Si tomas una y la quiebras con tus dedos, derramará agua desde su entraña.

Contempla al poniente y se abrirá el Océano Pacífico. Si abordas un barquito y sigues en línea recta, 8 mil 433 kms más adelante llegarás a Japón, punto terrestre más cercano a este litoral de Estados Unidos. Pero como no estás para semejante travesía con riesgo de naufragio, miras al norte, sur u oriente, y entonces aparecen por todos lados cipreses de Monterrey que se recortan en el aire como acuarelas japonesas. En ningún lugar del mundo crecen de modo natural salvo en este lugar, donde ya existían 1.8 millones de años atrás, en el Periodo Terciario. O sea, los árboles que alcanzan a medir 40 metros y con una longevidad de hasta 400 años ya se elevaban cuando a California no lo poblaban humanos. Esta tierra fresca y neblinosa pertenecía a mamuts, gatos dientes de sable, espantosas y devoradoras aves del terror (titanis). Hoy, en estos árboles de copa ancha anidan halcones cola roja, negrísimos cormoranes de Brandt y azules arrendajos de Steller. Aves preciosas que en sus ramas descansan y se protegen de los vientos.

Quizá, luego de leer hasta acá, imagines a esta región que perteneció a México hasta 1848 con el apacible sonido del mar por los efectos de la bahía que contiene la estruendosa furia marina. No es tan así; aunque las olas crean un susurro burbujeante, entran a tus oídos los ecos de las nutrias marinas, emperadoras de este mar que se agolpan alrededor del antiguo muelle y el día entero sueltan un fortísimo gorgoteo que suena a coo-coo y a veces krik-krik. Tiernas como peluches (te dan ganas de saltar al agua a abrazarlas, ¡no lo hagas!), nadan hacia atrás –cual nadadoras de dorso- y con la cabeza dirigida al cielo, al parecer las obsesionan las nubes; algo rarísimo. Aunque veas cientos de esos gorditos mustélidos, sufren peligro de extinción. En siglos pasados los cazadores las mataban para arrancarles la piel y hoy las aniquila el hidrocarburo presente en el agua. Una desgracia.

Y como ya caminaste en el muelle antiguo y tus oídos se colmaron de mamíferos ruidos marinos, te sientas en una banca de la playa. Roja, de madera, silenciosa y filosófica (ver foto), para que te serenes frente al mar y en soledad te vayas quedando dormido. En realidad no estás solo, atrás tuyo te cuidan montones de gigantes: los viejos cipreses de Monterrey.

 

 

 

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