La Gran Espiga: el monumento a la indiferencia

Aníbal Santiago

A La Gran Espiga nadie la admira, nadie la repudia, nadie alza la vista para interpretar al armatoste de concreto de 30 metros de altura. Y nadie, siquiera, se molesta en cuestionarla. Pregunta a un chilango qué opina de ella y no te contestará “es un espanto” sino dirá, amablemente, “Siendo sincero, me vale madres”. El monumento a la indiferencia.

En su apoyo, una virtud: todos sabemos que la estructura morada-naranja se alza en Calzada de Tlalpan y Avenida Tasqueña, o sea, está integradísima a la Ciudad de México. Es nuestra: está tan asumida como integrante de nuestro gris paisaje que de ella jamás se habla y no hay quien exija que la saquen pero tampoco prepararías con tu novia un rico picnic bajo su sombra de tonelaje infinito. Si es mejor ser odiado que ignorado, La Gran Espiga sufre una depresión crónica.

El priísimo clásico, amo del poder y el presupuesto, mandó construir una pieza de escultura urbana monumental en 1973 al célebre arquitecto Fernando González Gortázar (nos habituamos a su barba blanca de Matusalén pero entonces tenía solo 30 añitos). Quizá entonces guardaba alguna gracia que el colorido gigante cuya anatomía son nueve paralelepípedos trapezoidales (hasta las figuras geométricas que lo conforman son rebuscadas) se erigiera en un cruce fundamental del sur de la capital entre grandes vías automovilísticas rodeadas, en contraste, por bellos jardines.

¿Y qué es hoy de ellos? Sobre sus mechoncitos de pasto dormitan frascos de Yakult, envolturas de Takis, botellas de agua Great Value. Y dormitan seres animados. Desde que se construyó junto a las vías de la flamante Línea 2 del Metro, de sus jardines se apoderaron indigentes. Hoy aún puedes ir a echarte con ellos una funesta mona, un coyotito o una plática. En el lúgubre bajo puente de al lado se extienden sus residencias: carritos de súper retacados con bidones, gorras, zapatos viejos y miles de bártulos, así como unos tendederos con andrajos húmedos. Y además hay un memorial para Magda, habitante de La Gran Espiga muerta en pandemia: “Cómo le explico a mi corazón que tú jamás volverás / no tienes idea la falta que me haces cada día, mi colibrí / 26 de mayo de 2020”, dice una placa adosada a una cruz negra entre rosarios, guirnaldas, esferas. Y la leyenda cierra así bajo dos colibríes que vuelan: “Te amo por siempre”.

Eso sí, en el césped donde los indigentes toman solcito crecen muchos árboles, nísperos, fresnos, cipreses, que por algún milagro natural arrancan moléculas de oxígeno a los torrentes de contaminación que aquí colisionan y se restriegan lujuriosos. Incluso, luchan por sus vidas heroicas flores de pascua, geranios y aves del paraíso a cuyos pétalos (y también a los gorrioncitos que planean por ahí) no les pudo tocar peor lugar para crecer que este escenario musicalizado por los peseros que van hacia el Estadio Azteca y la Terminal de Autobuses del Sur.

A los nueve paralelepípedos (representan las raquillas de la espiga) les mastica su cemento la humedad, les carcome su color el desprendimiento de la pintura, les violan su superficie los tags de las bandas del rumbo. La escultura es incapaz de presumir que los 50 años son los nuevos 30, como dicen por ahí. Carga sus 52 años de existencia como si tuviera 70, con artritis y diabetes tipo dos. Pero mientras no se caiga, podemos darnos por satisfechos, y nunca lo hará salvo que suframos un Armageddon porque se creó con el efectivo sistema constructivo de elementos pretensados que, por lo pronto, en los terremotos de 1985 y 2017 lo dejó inmune. Los cables de acero se tensaron antes de vaciar el concreto y cuando éste endureció los cables se soltaron, volviendo a La Gran Espiga un titán indomable resistente a un meteorito.

Ceres, diosa de la siembra, la cosecha y la fecundidad, no debe estar muy contenta por la salud de su espiga mexicana, y más aún cuando las espigas son tan importantes producir el pancito nuestro de cada día. Deberíamos ser más agradecidos.

Adentro de los cubos de cemento donde alguna vez hubo reflectores para iluminar a la escultura ahora hay unos estériles y viejos cables pelones. Menos mal que en la capital del país el sol sigue saliendo e ilumina a la pobre y vieja espiga de los indigentes.

 

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