Renato Leduc, avenida de frailes, tranvías, faroles. Y de Elpidia

Aníbal Santiago

Ciudad de México (CDMX).- Olvida que ejerces de periodista, arquitecto, abogado o bailarina. Caminando sobre la enigmática avenida Renato Leduc eres algo inaudito: un exégeta. Indagas secretos de textos sagrados, objetos litúrgicos como el cáliz, pinturas sacras. Más que un par de ojos vivos, tu mirada es un bisturí de precisión.

Aunque en tu caminata sobre la vereda pasas junto a un changarro de tacos de longaniza que te distrae con un ¡pásele! –esto es la Ciudad de México-, tus pupilas descubren un antiguo mosaico blanco que anuncia una residencia naranja marcada con el número 83: Quinta Casiciaco. A las dos palabras las forman miniaturas pintadas sobre el azulejo. Enfocas con esfuerzo: ves hojas, enredaderas, ramas, flores, ángeles, seres sin sexo que abrazan cruces y algo más: la cara enojona de frailes con cuculla, la sombría capucha de los agustinos. Sí, en pleno 2025, dentro de Quinta Casiciaco se refugian esos religiosos.

La pista de por qué sobrevive un convento no en medio de una encantadora pradera sino justo en esta colonia urbanizada, la Toriello Guerra, se encuentra en el arroyo vehicular. Al cruzar la calle pisas dos pulidas líneas metálicas paralelas, las vías del viejo tranvía que viajaba desde el Zócalo hasta Tlalpan. Si hace 140 años eras un caballero con sombrero de corona alta, te llevaban dos pobres mulitas que jalaban al carro encajado en las vías. Y si dos décadas después eras una dama porfiriana de corsé y sombrero de plumas, te trasladaba al sur capitalino ya no el sufrimiento animal sino un elegante tranvía eléctrico estilo europeo.

Con el estallido urbano, las autoridades chilangas han destruido lo que esto era. Sin el verde campo que las rodeaba, subsisten entre el asfalto las quintas San Gabriel y Santa María con patios, senderos para caballos, jardines, capillas. La estación del tranvía (en Avenida San Fernando y Madero) es hoy la sede de la burocrática Dirección General de Obras y Desarrollo Urbano. Del Río San Juan de Dios no queda una gota ni un pececito, y la orilla donde los niños se daban chapuzones es el Periférico Sur. ¿No queda ni un pez? Nada. Bueno, queda uno, el pes-ero, depredador verde.

De milagro no se han tocado las vías del tranvía que venían por la Calzada de Tlalpan, desde 1432 un camino que cruzaba sembradíos. Con cuidado para que no te atropellen, ahora mira al piso. Las vías permanecen empotradas en el pavimento entre hojitas secas, e incluso se conservan las intersecciones con que los vagones cambiaban de dirección.

Al morir en 1891 José Toriello Guerra, un empresario asturiano radicado en Tlalpan, sus hijos fraccionaron su Rancho Carrasco y fundaron la colonia Toriello Guerra, que la calle Ferrocarril – donde pasaba el tranvía de mulas- partía en dos. Pura belleza campirana que aprovecharon religiosos para sus casas de oración y hombres de negocio para sus fincas de veraneo (o quintas).

De esa tierra surcada por arrieros sobreviven magueyes pita y de Sisal donde enamorados modernos graban en pencas su nombre y el de ella dentro de corazones, flores vibrantes y mexicanas como cazahuates blancos y de pascua. Y verás arcos de piedra con faroles a lo Agustín Lara, casas de adobe, arcaicos buzones, aldabas de leones feroces para llamar enérgicamente a la puerta, ventanas para dejar en la noche una carta que tu amada descubrirá al amanecer.

En el parque lineal de la avenida un escultor anónimo creó con fierros viejos a un barrendero y su bote, un anciano que fuma en compañía de su perro, un organillero, un cartero que reparte cartas. Seres en extinción.

El nombre de Ferrocarril se eliminó en los años 70 y la calle se renombró Renato Leduc, telegrafista de Pancho Villa y luego periodista, escritor nacido en Tlalpan y en su niñez pasajero del tranvía. La historia ha ido olvidando injustamente a Renato, autor de este primor:

 

Sabia virtud de conocer el tiempo;

a tiempo amar y desatarse a tiempo;

como dice el refrán: dar tiempo al tiempo…

que de amor y dolor alivia el tiempo.

Aquel amor a quien amé a destiempo

martirizome tanto y tanto tiempo

que no sentí jamás correr el tiempo,

tan acremente como en ese tiempo.

Amar queriendo como en otro tiempo

—ignoraba yo aún que el tiempo es oro—

cuánto tiempo perdí —ay— cuánto tiempo.

Y hoy que de amores ya no tengo tiempo,

amor de aquellos tiempos, cómo añoro

la dicha inicua de perder el tiempo…

En la avenida Renato Leduc, una cruz con flores plásticas dice: “INRI. 1957 a 1990. Aquí fayesio (sic) Maria Elpidia Josefina Díaz Herrera a la edad de 34 años el día 8 de octubre de 1990 rc de padre esposo hijos y nietos”.

Cuánto tiempo ha pasado y vive tu recuerdo, María Elpidia Josefina.

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