*“¿Quién es ese?, ¿Es bueno?”. Pues nada más y nada menos que el autor de Don de ebriedad, poemario con el que ganó a los 18 años el premio Adonais, libro que impresionó a Vicente Aleixandre, por cierto.
Rodolfo Mendoza
La venta de libros de poesía se ha visto opacada por la avalancha de novelas que inundan el mercado editorial. Y no es cosa nueva, podríamos hablar ya de décadas. Otros fueron los tiempos en los que en la mesa de novedades se veía desde poetas clásicos hasta poetas contemporáneos, pasando por el simbolismo francés y las vanguardias, de Latinoamérica a Asia. Si en otro tiempo veíamos libros de Baudelaire, Lorca o Neruda, ahora vemos a la nueva camada de novelistas latinoamericanos, españoles o rusos. Si en otro tiempo en las mesas de café se charlaba sobre Rimbaud, Salinas o Darío, ahora nos damos cuenta que son sólo nombres de referencia, pero que ya pocos conocen a fondo la obra de los grandes poetas. Sin embargo los nombres de Bolaño, Vila-Matas o Rosa Montero son moneda corriente. Y no lo decimos peyorativamente, pues estos tres últimos son de los grandes de la literatura universal; lo decimos para poner de ejemplo que entre las nuevas generaciones la poesía y los poetas han pasado a ocupar un segundo plano.
Si a un estudiante de literatura le aplicáramos un diagnóstico exclusivamente sobre poesía veríamos resultados lamentables; y ni hablar de la métrica: ya pocos saben qué es un endecasílabo sáfico o una seguidilla real.
Todo lo anterior me sirve para decir que no hace mucho, quien esto escribe, veía un libro de Claudio Rodríguez pasar los días y las semanas en la mesa de una librería. Vi que el único ejemplar que había del libro seguía sin moverse un centímetro, aún cuando estaba en la mesa principal de novedades y a un precio irrisorio. A la primera oportunidad se lo recomendaba al primero que me lo permitía y sin excepción me preguntaban: “¿Quién es?, ¿Es bueno?”. Pues nada más y nada menos que el autor de Don de ebriedad, poemario con el que ganó a los 18 años el premio Adonais (libro que impresionó a Vicente Aleixandre, por cierto), el primero de muchos premios que vendrían: Premio Nacional de Poesía, Premio de las letras de Castilla y León, Premio Príncipe de Asturias de las Letras y Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana de la Universidad de Salamanca; Rodríguez, además de laureado, fue miembro de número de la Real Academia Española.
El autor de Alianza y condena fue hijo de una acomodada dama y de un joven poeta pobre de quien poco se sabe. Sin embargo, la madre conservó parte de la biblioteca del padre y fue donde, con ayuda de su maestro de latín, Claudio empezó a leer a los clásicos y a muy temprana edad era lector en francés e inglés. En esa biblioteca leyó a una de sus influencias más fuertes Rimbaud. A pesar de que le tocó en suerte administrar los bienes familiares, Claudio se decidió a irse a la capital española a realizar estudios en filología. Ahí vivió los años más encendidos de su vida: su adhesión al partido comunista, su matrimonio y su gran amistad con otros dos grandes y olvidados poetas: Leopoldo Panero y Luis Rosales.
No por nada la colección que Tusquets dedica a la poesía se titula “Nuevos textos sagrados” pues ahí podemos leer a los nuevos autores de los testamentos poéticos Jorge Guillén, José Ángel Valente, Luis García Montero, por mencionar sólo a tres.
Ese libro en aquella mesa de novedades, aquel volumen que nadie tomaba en sus manos, sirvió para que llegara a casa y volviera a leer la Poesía completa de don Claudio.