Aníbal Santiago
Ciudad de México (CDMX).- Solo falta un sol rufián que vuelva tu piel un ardiente pellejo tirante y te inunde en chorros de sudor que caen hasta tu dedo gordo del pie. Un sol que reseque tu garganta hasta que ruegues unos sorbos frescos y salvadores de lo que sea. Campomar es una playa nayarita en pleno Insurgentes Sur, aunque estemos a 775 kms de Rincón de Guayabitos. Cierto, queda lejos el edén de vidriosa agua turquesa.
Bueno, no tanto. Porque salvo el sol, este restaurant es una versión del océano mexicano: en la puerta te recibe un dorado tiburón wixárika con infinitas chaquiras que dotan de tamaño natural al dorado escualo. Al entrar, tus suelas aprisionan un conglomerado de arena y los techos dan sombra con plantas y helechos para que experimentes el bosque tropical que bordea la orilla del Pacífico.
Como dijo un sabio, “la libertad es libre”, pero aquí -al menos cuando llegas- no deberías tomarte libertades aventurándote en otro camino que no sea la Botana San Blas: medio kilo de camarón cocido y curtido, pulpo, atún, callo perla y pescado, entre camas de pepino. Todo bajo un torrente de limón que te hace cerrar los ojos (como cuando de niño sentías el placer de pasar tu lengua por un limón partido), maná cítrico que entrega algún generoso dios acuático a los seres humanos.
¿Qué sucede en el cerebro con el maridaje limón-mariscos? Según la ciencia, las papilas gustativas envían señales al tálamo y se libera dopamina. En síntesis: liberas pla-cer.
Alternas esa adicción con tostadas. La masa es asada hasta tatemarse y algo extraño: es cocida con chile. En cada tostada percibes el humeante sabor de una ceniza que pica.
Cuánta sed. Los meseros, completamente de blanco -igual que el Capitán Nemo al interior del Nautilus-, cuando apenas te sientas te traen una botella de vidrio, no con el mensaje de un náufrago sino con agua helada. En realidad, piadosos, más que hidratarte están preparándote con un botiquín de primeros auxilios para una extenuante jornada picosa.
La comida nayarita se catapulta con achiote, orégano, jugo de naranja y el dulzor del chile guajillo, la profundidad del pasilla, el picor seco del chile de árbol, el ahumado del chipotle.
Campomar nació en 1979 y su nombre deriva de la pequeña población de Ixtlán del Río, poseedora de una belleza por dos: está en medio del campo y a solo una hora del mar. El restaurant de la Ciudad de México se beneficia con la sabiduría gastronómica de esa localidad, el reino de lo zarandeado.
En cualquier platillo son claves los ingredientes, mezclas y cocciones, pero los huicholes y Nayarit (y también Campomar) hicieron importante el movimiento de lo que un rato más tarde nos llevaremos a la boca: ostión zarandeado, bagre zarandeado, pulpo zarandeado, salmón zarandeado, camarón zarandeado, tilapia zarandeada. Al manjar extraído de las profundidades se lo apoya en una parrilla y se lo va dando vueltas, se lo zarandea sobre las brasas con cierta rudeza hasta que está dorado, casi crujiente, y adquirió un sabor salvaje: terroso, rústico. Es imposible no imaginarte como Robinson Crusoe cocinando sola/solo con la apelmazada melena al aire frente al desafiante horizonte marino que te separa de la civilización.
Entrada la noche, después de que los sabores fríos aportaron vida al paladar y has oído la música de Campomar – funky groove que te conduce a 1972-, es momento de un plato caliente que reconforte. Caen a mi mesa unos tallarines gordos-gordos-gordos, Tagliatelle Pescatora: con camarón, pulpo, mejillón y almeja sirla. La salsa de jitomate -con un cuerpo que únicamente le podría dar la cocción en una vieja olla de pueblo costero- envuelve a los mariscos protectoramente, los abraza con amor. Y entonces detecto a una joven clienta, Celeste, que ha probado lo mismo. Espero a que disfrute sin interrupciones y le pido un testimonio. Acepta.
-¿Qué te pareció?
-Estoy acostumbrada a porciones de mariscos muy chiquitas. Una pasta es: “te doy dos almejitas, un tentáculo de pulpito y le pongo tres camaroncitos”. Así. Y en este lugar son generosos.
-¿Y la salsa?
-Muy rica.
-Es como si probaras un bocado de mar, ¿no?
Celeste contesta seria, me mira como a un alienígena: “en el mar no hay salsa”.
Me siento abofeteado: en este mundo se están acabando los poetas. O será que, como en Campomar, la poesía ya no son palabras, sino frutos marinos.